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Genética y política: más relación de la que creíamos

Aún hoy tendemos a pensar que las actitudes y los comportamientos políticos tienen poco que ver con la genética. Que están más bien influidos por la familia y el ambiente general. Pero esa visión está cambiando en los últimos años, en un proceso lento que de hecho se remonta a los primeros estudios sobre la cuestión, que tienen ya cuarenta años. La resistencia es lógica, porque admitir que la genética determina el comportamiento político evoca sin remedio los fantasmas de la eugenesia, la manipulación biológica o el determinismo, y deja el albedrío humano en peor lugar. Pero setenta años después de los experimentos nazis (y también después de los experimentos secretos de los estadounidenses), ya estamos en condiciones de ver las cosas con más moderación.

Un síntoma de la importancia que el asunto está adquiriendo últimamente es el hecho de que revistas no ya científicas, sino divulgativas, lo están tratando en sus páginas. Hace pocos días, por ejemplo, The Economist se hacía eco del tema en un buen artículo, que mencina la amplísima revisión de la literatura científica (89 estudios, en concreto) que han hecho los profesores Hatemi y McDermott. El artículo académico de Hatemi y McDermott, una excelente pieza para leer y archivar, se publicó en septiembre en la revista Trends in Genetics.

La conclusión de los estudios revisados, todos ellos realizados entre 1974 y 2012 con parejas de gemelos, que es el método habitual para estudiar la influencia de los genes en cualquier cosa, es que el conocimiento político está muy marcado por el ADN, y también lo está la participación política y electoral, la actitud hacia las cuestiones raciales o sexuales, la posición ante asuntos de política exterior o hacia la inmigración. En todos esos casos, entre un 30 y un 60 por ciento de la variabilidad estaría explicada por los genes, dejando el resto a factores familiares o del ambiente general. La identificación con los partidos políticos, sin embargo, no estaría tan influida por la genética.

Los autores del estudio aclaran que estamos hablando de cómo los genes producen una «inclinación» hacia unas posiciones u otras. No puede hablarse de un «gen conservador,» o un «gen progresista,» o un «gen de la participación.» Pero sí de cómo unos determinados genes inclinan al individuo hacia ciertas características biológicas y psicológicas que, a su vez, están en la base del pensamiento conservador, o progresista, o de la participación política.

Romney haciendo de pívot con la gallina Caponata: cómo quedar bien sin contestar lo que se te pregunta

En el debate Obama-Romney, que todo el mundo ha calificado como un desastre para el presidente, con una cuarta parte de los estadounidenses considerando que lo perdió frente al republicano, la peor evaluación que nunca se ha hecho de un candidato en los 20 años que Gallup lleva preguntando, hay un momento en el que el también muy criticado Jim Lehrer (presentador estrella de PBS) le pregunta a Romney qué recortes hará para evitar el déficit. Romney contesta literalmente:

Lo siento, Jim: dejaré de subvencionar a PBS. Dejaré de subvencionar otras cosas. Me gusta PBS. Me gusta la gallina Caponata [o Big Bird, el personaje de Barrio Sésamo que emite PBS]. Y también me gustas tú, de hecho. Pero no voy a… No voy a seguir gastando dinero en cosas y tener que pedir prestado a China para poder pagarlas. Eso es lo primero.

Lo segundo, cogeré programas que son actualmente buenos programas pero que creo que se pueden gestionar mejor por los estados, y se los enviaré a los estados.

Lo tercero, haré que el Gobierno sea más eficiente y cortaré el número de empleados, y uniré algunas agencias y departamentos.

Como señala muy bien Matt Taibbi en un artículo de su blog para Rolling Stone,

la respuesta a la pregunta ‘¿Qué hará usted para gobernar con el mayor déficit de la historia?’ se convierte en un ‘Recortaré PBS, que es como una millonésima parte del presupuesto federal, y haré otras cosas diversas’. Por Dios: ‘Cogeré programas que son actualmente buenos programas pero que creo que se pueden gestionar mejor por los estados y se los enviaré a los estados…’ ¿Estamos de broma? […]

Los periodistas deberían haber sepultado inmediatamente a Romney en bolsas de mierda de perro por insultar a los americanos con esa ridícula no-respuesta, pero no: por el contrario, Romney fue alabado por su astuta ‘estrategia’ escondida en la respuesta. Aunque Romney hace campaña como si fuera un halcón del presupuesto habiéndose negado a citar ningún recorte concreto (excepto Obamacare y PBS), los periodistas le dan el crédito de ser el portador de malas noticias presupuestarias porque básicamente adelantó el despido de Jim Lehrer en la pantalla. Muchos incluso apreciaron el ‘humor’ de la línea sobre la Gallina Caponata.

Como señalaba recientemente por aquí, lo cierto es que en estos casos la mayoría de la gente no se da cuenta del truco, y aprecia efectivamente la simpatía del individuo y su capacidad para responder de manera simple. Este «pivotado», esta elusión de la pregunta, este puente que se hace para no pisar el charco, es muy eficaz, por indignante que parezca a quienes quisieran que la política (y la interpretación en los medios en general) fuera más racional, más seria, más compleja. Por supuesto, siempre queda la libertad para reírse de respuestas tan infantiles y falaces como la de Romney, como en este vídeo. Pero lo cierto es que la inmensa mayoría de los 67 millones que vieron el debate se quedaron satisfechos con el gracejo y la resolución del candidato. Nos guste o no, así de simple es el cerebro humano.

Cómo contestar cuánto cuesta un café y por qué Zapatero no supo

Cuando alquien te pregunta cuánto cuesta un café, como le sucedió al entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero en marzo de 2007, en el programa de televisión «Tengo una pregunta para usted,» en realidad no te está preguntando sólo eso. Le interesa saber, en realidad, si eres un ciudadano común, alguien que está al pie de la calle, un ser humano que conoce la vida cotidiana de sus semejantes. Es como si te hubieran preguntado si conduces tu propio coche, si haces la compra habitualmente, si sabes el precio del billete de autobús o del kilo de azúcar, o si cocinas de vez en cuando o haces los deberes con tus hijos.

Por eso, en lugar de volverte loco o loca pensando en todas las respuestas a las infinitas preguntas específicas, es mejor idea (como saben todos los portavoces avezados) preparar un único mensaje ante cualquier pregunta sobre la «vida cotidiana» o sobre «ciudadano común.»

Aquella noche de 2007, ante aquellos cien ciudadanos asesinos, Zapatero podía haber respondido lo que le habíamos puesto desde la Secretaría de Estado de Comunicación en una ficha, cuyo título y contenido decían:

Ciudadano común:

Si usted lo que me pregunta es si yo soy un ciudadano como cualquier otro, tengo que decirle que no. No soy un ciudadano como cualquier otro. Soy el presidente del Gobierno, y eso me impide hacer algunas cosas, como [frecuentar cafeterías, o ir al cine con mi esposa, o conducir mi propio coche, o viajar en autobús, o lo que sea…]. Pero mire, para mi es un privilegio ser el presidente para poder transformar mi país… etc.

Cualquier español recuerda, cinco años despúes, que Zapatero no dijo eso, sino que contestó, desviándose en un 40 por ciento sobre el precio real, que el café en la calle costaba 80 céntimos:

No habría tenido mucha importancia, si no hubiera sido porque el programa se emitía por primera vez y tuvo una audiencia millonaria, y porque la idea de que el presidente del Gobierno no sabía el precio del café reforzaba el arquetipo de un presidente en las nubes, ingenuo, alejado de los problemas cotidianos. Al día siguiente, nadie habló de las 60 preguntas que en hora y media Zapatero contestó bien, sino de su error al contestar por el precio de un café. El café Dunkin ofreció meses después el café ZP, el café de la crisis, a 80 céntimos, y de nada sirvió nuestra argucia (y la fotografía que buscamos y logramos) para explicar que en el Congreso de los Diputados, lugar donde el presidente tomaba café con cierta frecuencia, el café costaba 80 céntimos.

 

 

 

 

 

 

Zapatero no contestó según la ficha porque nuestra documentación llegó tarde y mal, cuando el presidente ya había preparado el programa. Por lo demás, excepto en ocasiones muy marcadas, como los grandes debates con Rajoy, el presidente no consideraba que tuviera que preparar fichas para sus intervenciones y con frecuencia prefería improvisar.

 ¿Y la gente no nota como el preguntado se va por la tangente? Y eso, ¿no irrita al público?

Pues resulta que no. Para nada. Un interesante artículo académico (Rogers y Norton, «The artful dodger: answering the wrong question the right way») estudia el efecto de ese truco que tanto aplicamos los que nos dedicamos a esto, y que podemos llamar «hacer el puente,» «pivotar» o simplemente eludir la pregunta. Se trata de cuatro experimentos que demuestran que la gente no percibe la elusión, primero. Segundo, que evalúa al portavoz no en función de la corrección o coherencia de la respuesta, sino en función de lo bien o mal que le cae el personaje. Y tercero que, sin embargo, cuando de una forma u otra se señala que el portavoz está pivotando, o lo hace de forma demasiado evidente o brutal, eso no gusta, y empeora el juicio sobre el portavoz.

Por eso es tan importante el papel de los periodistas. Y por eso quien salió peor parado en el primer debate entre Obama y Romney no fueron los candidatos, sino el moderador, Jim Lehrer, que, según se criticó, no desveló las constantes elusiones de ambos.

(Más cosas sobre relaciones con los medios, oratoria, media training, etc., en Los cien errores en la comunicación de las organizaciones).

Neuroquímica del storytelling en un vídeo de cinco minutos

La eficacia de contar historias tiene una base neuroquímica. Cuando cuentas una historia de la forma correcta, se activan en el cerebro las partes responsables que permiten al ser humano poner atención, hilar los acontecimientos y sentir empatía por los personajes de esa historia.

En un vídeo delicioso (en inglés) recogido en Brainpickings, un investigador cuenta el resultado de un experimento muy interesante.

A un grupo se le expone una historia de minuto y medio en la que un padre juega con su hijo pequeño (exposición). De pronto en la historia se cuenta que el padre sabe que el niño tiene cáncer y que, a pesar de la alegría ingenua del pequeño, el padre sabe que solo vivirá unos meses (acción ascendente). De pronto (clímax), el padre es consciente de que la vida es corta y también él está muriendo cada día. El padre y el niño siguen jugando, con el adulto ahora consciente de su finitud (acción descendente). Y así termina la historieta (desenlace).

 

Al contar la historia se observa que, en efecto, se produce más oxitocina, la molécula relacionada con la empatía, el cuidado de los demás y la conexión. Y también más cortisol, que se relaciona con la atención.

A otro grupo se le expone una historia de minuto y medio en la que padre e hijo, simplemente, visitan un zoo y no pasa nada más. El cerebro de los espectadores, en este caso, no hace nada; no hay excitación; nada.

Por lo demás, se observa también que hay relación entre la segregación de cortisol y oxitocina y la tendencia a donar dinero a una organización benéfica.

En resumen: cuenta una historia en la que produzcas empatía y recojas la atención de tu público y el cerebro de tu audiencia se activará. La gente pondrá más atención y empatizará más con tus posiciones. Para eso, las historias deben tener esas partes identificadas hace 150 años: exposición, acción ascendente, climax, acción descendente y desenlace.

Si te interesa el asunto, tienes más en el libro de Paul Zak, The Moral Molecule: The Source of Love and Prosperity.

 

Jackie Kennedy y el calentamiento de orejas tras los debates en la era de Twitter

 

Jackie mira a su esposo mientras debate con Nixon

Las maquinarias del partido y los amigos del candidato harán el resto del trabajo. Antes de comenzar, elevarán las expectativas sobre el adversario y reducirán las propias. Cuanto más se espere del contrario, peor será su interpretación, y cuanto menos se espere del nuestro, mejor quedará. Por eso los candidatos suelen contar lo ardua que está siendo la preparación y alaban las habilidades retóricas de su adversario, algo que podría sonar contraintuitivo.

Y luego, tras el enfrentamiento, saldrán a loar las excelencias de su candidato: en los medios de comunicación, directamente o en conversaciones con opinantes, tertulianos y expertos. Agitarán a los jóvenes presentes en las redes sociales para que aplaudan la actuación de su jefe, una suerte de moderna claque diferida en el tiempo. Si hay encuestas online pondrán a su gente a contestar favorablemente. Muchos se dejarán influir por lo que comenten los medios de comunicación a la hora de elevar un juicio definitivo sobre lo que ellos mismos vieron. Y muchos otros, la mayoría, ni siquiera lo habrán visto, por lo que recibirán el debate filtrado por las selecciones y comentarios de los medios y los expertos. De manera que «calentar la oreja» de los periodistas tras el debate, como dice la jerga de manera tan expresiva como burda, se convierte en una tarea importante.

Ya lo intuyó el pionero de los debates: el propio Kennedy, cuyo equipo se encargó de que en la puerta de la cadena de televisión que ofreció el primer debate hubiera una multitud de 2.500 seguidores para felicitar al candidato al terminar. Y también lo intuía su esposa. En lugar de ver el debate a solas con su familia, como hizo la esposa de Nixon, Jackie Kennedy, embarazada de seis meses de su segundo hijo, organizó una reunión amplia para ver el debate: un par de profesores, algún familiar y, sobre todo, una docena de periodistas…

Después de ver el debate sin hablar prácticamente, la señora Kennedy se dio la vuelta, miró a sus invitados y dijo: «Creo que mi esposo ha estado brillante», ejerciendo la primera acción de influencia posdebate de la historia.

El poder político en escena, RBA, 2012, pp. 429-430.

Cuando en la noche del miércoles, a las diez y media de la costa Este, la madrugada europea, Obama y Romney terminan su primer debate de los tres que tienen programados, decenas de periodistas corren a la llamada «spin room,» el lugar donde se reunen los efectivos de la campaña de uno y otro. Los periodistas participan del conocido rito de escuchar en aquel lugar las loas de cada uno de los equipos hacia su propio candidato. Lo cuenta muy bien un artículo de Michael Calderone para el Huffington Post. Si antes esos mismos equipos se han encargado de reducir las expectativas, ahora es el turno de contar cómo éstas han quedado satisfechas y superadas.

En realidad, los expertos no creen que esas conversaciones que calientan la oreja de los periodistas tras el debate tengan demasiada influencia en el criterio de los periodistas. Y menos aún hoy, en la era de Twitter, en la que uno puede ir viendo en tiempo real las reacciones de los expertos, los opinantes y la ciudadanía en general. Incluso aunque Twitter no existiera, es un hecho que de manera inmediata a la celebración del debate, hay cientos de expertos comentándolo en las cadenas de televisión y radio, y en los sitios de Internet. La spin room donde se cruzan los periodistas y las campañas, se convierten en un puro lugar de rito.

Es comprensible: allí – como aquí en España y en tantos otros sitios, aunque de manera más modesta – no se trata solo de recibir la «doctrina» de los equipos de los candidatos, sino de celebrar una pequeña fiesta: se habilitan salas para los periodistas, que pueden seguir el debate en pantallas grandes, porque dentro no se les suele dejar entrar. Se sirve comida, se comparte una bebida en los descansos y, al terminar…, los equipos de campaña tratan de influir en la opinión de los periodistas.

Aunque en lo que respecta a los debates presidenciales televisados, podemos quizá atribuir a la mismísima Jackie Kennedy el origen del «spinning» (literalmente «dar efecto,» por ejemplo, a una pelota, es decir, moldear las opiniones), en realidad, señala el artículo del Huffington Post, parece que fue la campaña de Reagan, en 1984, la primera en ejercer de hecho la influencia en la prensa presente en el lugar del debate. Una crónica de Associated Press de la época lo cuanta así:

Era una escena llamativa. No sólo porque muchos de estos funcionarios son difíciles de encontrar en cualquier otra ocasión, sino también porque cuando te encuentras con ellos, la mayoría insiste en que habla off the record («on background»), lo que quiere decir que sus palabras pueden ser citadas pero sus nombres no se pueden usar.

El domingo por la noche, todo el mundo hablaba on the record.

En un rincón la multitud se situaba alrededor de Edward Rollins, el director de la campaña Reagan-Bush ’84, que contaba que no creía que la posición de Reagan fuera a empeorar como resultado del debate.

Al otro lado estaba Richard Darman, un asesor influyente del presidente, que repetía una y otra vez que incluso aunque Mondale hubiera ganado el debate — cosa que no reconoció — en cualquier caso habría sido irrelevante, porque no había dicho nada que hubiera atraído a los seguidores de Reagan a su lado.

Lee Atwater,  el director político de la campaña de Reagan, tenía los resultados de una encuesta rápida hecha por ellos mismos que mostraba — no sorprenderá — que Reagan había ganado.

El escritor de discursos Ken Khachigian decía cuando dejas que Reagan se aparte de las fichas que generalmente usa, «el tipo se planta ahí con un control total de los hechos.»

Ed Rollins dice que hoy, con Internet, eso mismo tiene poco sentido, pero que incluso entonces, hace casi treinta años, tampoco tenía mucho. Cuenta Rollins que el propio Reagan dijo que por mucho que se intentara, nadie convencería a los periodistas de que el ganador había sido Reagan. Y de hecho, todo el mundo — expecto aquellos miembros de su campaña contando frenéticamene lo contrario — coincidió en que Reagan había estado muy flojo.

Por cierto, fue en el debate siguiente, después de la mala actuación en el primero, cuando Reagan le espetó a Mondale aquella memorable frase, una de las mejores de la historia de los debates, afirmando, ante las dudas sobre su avanzada edad, que «no quería hacer de la edad un asunto de campaña» porque «no quiero explotar por razones políticas la juventud e inexperiencia de mi adversario.»

Ocho escenarios en los que Romney aún podría ganar

La distancia de Obama sobre Romney sigue siendo pequeña y no se ha movido prácticamente en los últimos meses. Pero esos divertidos mercados de apuestas dicen que la probabilidad de que Obama gane la relección es de un 75 por ciento. La sensación de que Obama gana se ha asentado en la prensa y la opinión pública estadounidense, y es probablemente ya la profecía que se autocumple. Solo Truman y Bush, desde los años 30, han ganado yendo por detrás en las encuestas en septiembre (y Bush ya sabemos cómo). Por otro lado, una predicción más estructural ya nos permitía adelantar aquí hace un año que Obama ganaría. Y datos más recientes permitían asegurarlo hace tres meses.

Aún así, Romney podría ganar si pasara alguna de estas cosas, como sugiere John Cassidy en un excelente artículo:

1. Se revisan a la baja las cifras de empleo. Y eso produce la sensación de que no se mejora en lo más importante, que ahora mismo parece ser el paro.

2. Romney hace un excelente papel en el primer debate, el próximo miércoles en Denver. Lo bueno es que tiene las expectativas tan por los suelos, que con que haga un poco ya agradará. Pero lo tiene que hacer muy muy bien. Es importante este debate para él, no sólo por ser el primero, sino porque será sobre política nacional, ámbito en el que Romney tiene más argumentos contra Obama.

3. Las cifras de empleo de septiembre decepcionan. Llegarán el 5 de octubre, dos días después del debate.

4. Paul Ryan arrasa con Biden en el debate vicepresidencial (el 11 de octubre). Ryan es tan bueno que las expectativas, una vez más tan importantes, juegan en su contra. Pero Biden es propenso a la pifia. Se supone que estará preparándose para morderse los labios como hizo con Palin hace cuatro años.

5. Las encuestas se estrechan más aún. Eso podría generar una ola de posibilismo y un incremento de la participación conservadora. Lo cierto es que, por el momento, parece más probable que se acentúe lo contrario: la idea de que Obama gana seguro.

6. En medio de un lío en Oriente Medio, Romney atrapa a Obama en el debate final. Obama tiene la mayor ventaja sobre Romney en seguridad nacional y política exterior, que son los temas de ese último enfrentamiento. Pero en esos ámbitos el presidente es hoy muy vulnerable por los líos en Siria, en Irán y en otros países de la región.

7. Algunos estados clave se vuelven hacia Romney. La aritmética electoral estadounidense depende de los resultados por estados, y, según ha calculado el muy conservador pero muy listo Karl Rove, hay una decena de permutaciones posibles entre los resultados estatales que podrían dar 270 votos electorales, que son los que realmente determinan la presidencia.

8. En la noche del 6 de noviembre, unos cuantos cientos de votos decisivos se van para Romney, que es una continuación de lo dicho aquí arriba, en el punto 7. ¿O acaso no recordamos lo que sucedió en 2000, con aquellas papeletas que dieron la victoria a Bush en Florida?

Realmente es improbable que pase nada de esto, y más aún que pasen dos o tres de estas cosas juntas, pero dos meses de política son una eternidad.

Nixon y el perrito Checkers: uno de los mejores discursos de la historia

El 23 de septiembre de 1952, hace hoy 60 años, el entonces precandidato Nixon estuvo a punto de sucumbir a la presión por las críticas que estaba recibiendo por haber recibido presutanmente regalos y dádivas y fondos para su campaña. Pero con increíble intuición, y éxito formidable, Nixon y su equipo pensaron en utilizar un nuevo medio que estaba aún empezando a llegar a los hogares estadounidenses. El discurso tuvo un impacto brutal y positivo en la reputación de Nixon. En el primer discurso televisivo en directo de un personaje político de ese nivel, se presentó desde un teatro, con su esposa al lado, con un lenguaje cercano y directo. Media hora. Todo un hito en la historia de la comunicación política contemporánea.

Así hablo en El poder político en escena de aquel discurso, incluyendo en la narración la emocionante historia de Checkers, el perrito que las hijas de Nixon recibieron como regalo:

Los políticos, como las empresas, aprendieron pronto a adaptarse a las exigencias del nuevo medio. Tuvieron que asumir los condicionantes esctrictos del espectáculo ofrecido en la pequeña pantalla. Tuvieron que entrenarse en la pericia de lanzar sus mensajes en cortísimos segmentos, de menos de un minuto, para que encajaran en los nuevos informativos nocturnos, dentro de la crónica de los presentadores. Un tiempo muy corto, por cierto, pero mucho más largo que hoy. En el primer debate de candidatos a la presidencia de Estados Unidos, aquel mitificado encuentro del vicepresidente Nixon con el senador Kennedy en 1960, se fijó una apertura de ocho minutos para cada uno de los candidatos. Hoy la apertura típica de un debate presidencial es de dos o tres minutos de intervención inicial. La duración media de un «corte» o «total», término con el que se conocen esos segmentos televisivos de los políticos hablando, se ha reducido progresivamente desde la televisión primitiva. Hoy, un corte típico dura ocho segundos. Hace cincuenta años podía durar 40. Un presidente europeo habla menos en televisión en una semana que cualquiera de los comentaristas en un solo día. Se identifica a Kennedy como el primer presidente de la era de la televisión por su estelar intervención siendo candidato demócrata en aquel debate. Por primera vez, el elector podía ver y escuchar a sus dos candidatos cara a cara, y el rostro de Kennedy era un símbolo de aire fresco en el nuevo formato. Aunque pasarían dieciséis años sin debates, la práctica sería retomada en 1976 y no se detendría ya nunca en Estados Unidos, siendo exportada a buena parte del mundo. Pero en realidad, paradójicamente, el primer gran momento televisivo de un político fue protagonizado por el propio Nixon. Siendo candidato a la vicepresidencia junto a Eisenhower, en 1952, fue acusado de recibir dinero de amigos para la campaña a cambio de favores políticos. Nixon utilizó espacio comprado en televisión para dirigirse a 20 millones de estadounidenses, lejos de los 70 que vieron el debate de 1960, ocho años y tres días más tarde. Con una escenografía cuidadosamente preparada —en El Capitan Theatre de Hollywood, vacío para la ocasión, con atrezo de escritorio y librería doméstica, con su esposa, Pat, sentada en un sofá a pocos metros y la prensa siguiendo el discurso en una sala contigua—, Nixon se dirigió al pueblo estadounidense para desmentir las acusaciones y hacer un duro alegato contra sus adversarios. El momento más destacado del discurso fue, sin embargo, aquel en el que el tono se volvió más emotivo, más personal, más familiar, más íntimo. Después de detallar sus ingresos y sus ahorros familiares uno a uno, Nixon miró fijamente a la cámara y dijo:

Bien, eso es todo. Eso es lo que tenemos y eso es lo que debemos. No es mucho, pero Pat y yo tenemos la satisfacción de que cada centavo que tenemos ha sido ganado con honestidad. Tengo que decir que Pat no tiene un abrigo de visón. Pero tiene un respetable abrigo republicano de tela. Y siempre le digo que se vería bien llevando cualquier cosa. Otra cosa que tendría probablemente que contarles porque si no lo hago es posible que también me acusen: sí nos dieron algo, un regalo, tras las elecciones. Un señor de Texas oyó a Pat en la radio mencionar el hecho de que a nuestras dos hijas les gustaría tener un perro. Y, créanlo o no, el día antes de empezar este viaje de campaña recibimos un mensaje de la estación de Baltimore diciendo que había un paquete para nosotros. Fuimos a recogerlo. ¿Saben qué era? Era un pequeño cocker spaniel en una caja que se había enviado desde Texas. Con manchas blancas y negras. Y nuestra hija menor, Tricia, la de seis años, lo llamó Checkers. Y, ¿saben?, las niñas, como todos los niños, adoran al perro, y solo quiero decir justo ahora que, digan lo que digan, lo vamos a mantener.

El Discurso de Checkers, que promovió una riada de cartas, comentarios y conversaciones de apoyo a Nixon, y también su permanencia en la candidatura, fue probablemente el primer momento en que un político es visto en televisión con tal cercanía y tal voluntad, dirigiéndose al público como antes solo se había podido hacer por radio, contando una sencilla historia de hombre corriente y amante de sus hijas, que se ha propagado a lo largo de generaciones por sus elementos narrativos.

(Extracto de El poder político en escena: historia, estrategias y liturgias de la comunicación política, RBA, 2012).

Añadidos: aquí puede encontrarse un buen artículo sobre el discurso en este su 60 aniversario.

Y aquí el discurso completo. La cita fundamental, que es la traducida arriba, puede escucharse a partir del minuto 17:45.

El New York Times prohíbe la revisión de citas

La cosa va más o menos así:

1) El periodista llama a su fuente para pedir información sobre algo.

2) La fuente acepta si es para ofrecer «información de contexto,» es decir, sin ser citada por nombre sino como «fuentes del Gobierno» o «según fuentes cercanas al ministro» o «una fuente del entorno de la candidata»Â o fórmulas similares… Es decir, que la conversación se produce, como decimos en la jerga en España, «en fuentes de.»

3)  Pero la fuente le dice al periodista que si quiere poner cita alguna, la tiene que mandar por correo electrónico o pedir aprobación verbal. Es un quid pro quo: la fuente da la información pero se asegura de que el periodista no publica un entrecomillado inconveniente.

Pues bien, el New York Times ha prohibido este jueves esa práctica en un memorando enviado a la redacción. Se dice que «las demandas de ‘aprobación de cita’ han ido demasiado lejos,» que eso da la impresión a los lectores de que «estamos cediendo demasiado control sobre la noticia a nuestras fuentes,» y que, por tanto, los redactores «deben decir no si una fuente pide, como condición para una entrevista, que se le envíen a la fuente o a sus asesores de prensa las citas para revisión, aprobación o edición.» Se dice que puede haber excepciones, pero que serán tratadas por los redactores jefe o los editores.

La cosa tiene importancia, porque es sabido que el New York Times marca la tónica del periodismo de calidad mundial. Sin embargo, es muy probable que muchos no sigan su estilo. El Washington Post, el eterno competidor, se ha tomado la decisión un poco a broma, haciendo notar que la norma se puede vulnerar con mucha facilidad con acuerdos confidenciales entre el periodista y su fuente. Dice uno de los periodistas del Post en la edición electrónica del diario: «Es una norma interna, una pieza de papel que probablemente se desmoronará bajo la presión de la búsqueda de repertorio. Los editores y los reporteros, después de todo, no pueden permitirse ceder noticias a sus competidores. Imaginemos como se sentirían si tuvieran que perderlas por normas internas.»

Aquí dejo la transcripción del memorando del Times dando la instrucción:

Despite our reporters’ best efforts, we fear that demands for after-the-fact «quote approval» by sources and their press aides have gone too far. The practice risks giving readers a mistaken impression that we are ceding too much control over a story to our sources. In its most extreme forms, it invites meddling by press aides and others that goes far beyond the traditional negotiations between reporter and source over the terms of an interview.

So starting now, we want to draw a clear line on this. Citing Times policy, reporters should say no if a source demands, as a condition of an interview, that quotes be submitted afterward to the source or a press aide to review, approve or edit.

We understand that talking to sources on background — not for attribution — is often valuable to reporting, and unavoidable. Negotiation over the terms of using quotations, whenever feasible, should be done as part of the same interview — with an «on the record» coda, or with an agreement at the end of the conversation to put some parts on the record. In some cases, a reporter or editor may decide later, after a background interview has taken place, that we want to push for additional on-the-record quotes. In that situation, where the initiative is ours, this is acceptable. Again, quotes should not be submitted to press aides for approval or edited after the fact.

We realize that at times this approach will make our push for on-the-record quotes even more of a challenge. But in the long run, we think resetting the bar, and making clear that we will not agree to put after-the-fact quote-approval in the hands of press aides, will help in that effort.

We know our reporters face ever-growing obstacles in Washington, on Wall Street and elsewhere. We want to strengthen their hand in pushing back against the quote-approval process, which all of us dislike. Being able to cite a clear Times policy should aid their efforts and insulate them from some of the pressure they face.

Any potential exceptions to this approach should be discussed with a department head or a masthead editor.

 

El déjà vu de la media sonrisa

 Es una de esas poquísimas veces en que ves que lo que planificas llega tal cual a los medios de comunicación. Debía ser la mañana del jueves 13 de enero de 2004, cuando llevábamos nueve meses en Moncloa (los mismos que llevan nuestros colegas del PP). En nuestra reunión diaria en la Secretaría de Estado de Comunicación, la consigna fue «media sonrisa»: Zapatero, pensábamos, debía lucir una modesta media sonrisa al recibir a Ibarretxe, que llegaba a Madrid a registrar su plan para un referendum de autodeterminación, con la aprobación del Parlamento Vasco. Es muy probable que Zapatero no prestara la más mínima atención a nuestra recomendación, pero lo cierto es que la media sonrisa le salió tal cual – no sé hasta qué punto espontáneamente – y la prensa lo reflejó de esa manera, señalando literalmente que Zapatero había estado cortés, pero rotundo; sonriente, pero solo a medias. Por ejemplo, decía El Mundo:

El recibimiento que le ha brindado Zapatero a Ibarretxe en esta ocasión ha sido muy diferente al que le dio en julio. Entonces el presidente del Gobierno bajó toda la escalera para recibir a su invitado, le saludó con una palmada en el hombro y una amplia sonrisa. Ambos posaron de forma distendida ante los fotógrafos durante largo tiempo. Hoy Zapatero apenas bajó un escalón, le tendió una mano de forma protocolaria y el pose ante las cámaras fue breve y frío.

Pues bien, el que ha esbozado una media sonrisa hoy ha sido Mas, como puede verse también en este vídeo. Mas ha debido planificar con todo detalle su viaje: cómo iba a llegar, qué iba a decir, cómo comparecería luego. La Vanguardia ha recogido la media sonrisa del encuentro de esta manera:

Rajoy recibe con frialdad a Mas en la Moncloa para hablar del pacto fiscal Sin las sonrisas de hace casi un año y sin que el presidente del Gobierno bajara  los escalones, Rajoy y Mas se han saludado de manera más fría y seria que en  enero, cuando se confesaron vivir «en el lío»Â Â Â Â  | La  reunión ha acabado casi dos horas después y Mas dará cuenta de ella desde la  delegación del Govern en Madrid

Ante el desafío de Mas, la estrategia de Rajoy está clara: bajonazo. En la nota de prensa de Moncloa (en 2005 dio explicaciones del encuentro la vicepresidenta de la Vega; en esta ocasión, simple comunicado), se habla varias veces del resto de comunidades autónomas, poniendo a Cataluña entre ellas. Se equivoca en eso Rajoy, porque en Cataluña duele mucho que no se consideren las diferencias culturales, que nada tienen que ver con las de Madrid o La Rioja, por poner dos ejemplos.

El president Mas tiene una narrativa muy distinta a la de Rajoy, y muy parecida a la de Ibarretxe. Va más o menos así: «España nos trata mal y por eso no tengo más remedio que pedir un Estado propio. Vengo aquí a Moncloa para decírselo al presidente de España. En realidad a mi me gustaría comparecer después junto con él, privilegio que se concede solo a los jefes de Gobierno que le visitan. Como eso de la independencia no es tan fácil, necesito convocar elecciones para obtener el favor de mi pueblo.» A Ibarretxe le salió mal, y el descenso del PNV en las elecciones autonómicas siguientes obligó a meter el Plan Ibarretxe en el cajón (quién sabe si Urkullu lo sacará en breve…). Pero la Calaluña de hoy no es el Euskadi de 2005. Ni la Moncloa de hoy la Moncloa de entonces. Ahora en Cataluña hay gente muy razonable que cree que se la expolia, a pesar de lo atinados que son los argumentos en contrario (como los de hoy de mi amigo Gabriel Elorriaga). Y ahora hay una crisis económica angustiosa. Creo que es la primera vez que la independencia de Cataluña, siendo como sería un desastre en todos los sentidos, no suena sin embargo imposible como sí sonaba la de Euskadi en 2005.

Cómo se conversa con un Teleprompter: caso práctico

 

Fue el mejor discurso de la Convención demócrata, y probablemente uno de los mejores discursos de los últimos tiempos. Lo contamos aquí hace unos días, con una magnífica comparación entre lo que el orador tenía en el papel y en el prompter, y lo que finalmente dijo. Si no lo has visto te recomiendo que lo hagas, porque es realmente una lección impresionante de retórica.

Sí, hablamos de Clinton, el mejor orador relevante de nuestro tiempo sin ningún lugar a dudas.

A los pocos días, un artículo muy recomendable de Nathaniel Stein en el New Yorker, explicaba ese maravilloso arte de Clinton que consiste no en leer bien de un Teleprompter, sino en «conversar con él,» introduciendo elementos nuevos, imprimiendo ritmo, poniendo énfasis. El artículo es tan interesante que me he tomado el tiempo de traducirlo y dejártelo aquí:

CONVERSACIONES CON UN TELEPROMPTER

Nathaniel Stein, The New Yorker, 7 de septiembre, 2012

Muchos políticos de éxito, como George W. Bush y Barack Obama, leen de un Teleprompter con talento. Pero Bill Clinton – como demuestra la comparación entre lo que decía la máquina y lo que dijo él en la convención demócrata – no lee un Teleprompter: conversa con él. Vuelve atrás cuando se ha omitido un detalle crucial y genera algo nuevo cuando la retórica no es suficiente.

Parte de la razón por la que va y viene tanto sobre el texto (doblando la longitud inicial de su discurso, en este caso) es que le gusta el sonido de su propia voz. Pero hay algo más: Clinton es tal maestro de la estrategia retórica – desarrolla con tal maestría reflexiva e innata esa capacidad para que resuene la palabra hablada – que no puede evitar mejorar su discurso según lo está pronunciando. No improvisa en el sentido en que los extras de una película mantienen una conversación de restaurante. Improvisa en el sentido en que Miles Davis o Beethoven lo harían con un trabajo artístico.

El Teleprompter aporta un montón de detalles, pero el cerebro de Clinton palpita tan intenso con sus curiosas elaboraciones que las palabras brotan y fluyen a lo largo del texto. (Los costes de la salud pública se incrementaron “tres veces por encima de la inflación en una década”; en 2009 el PIB se contrajo a una tasa del nueve por ciento; o esas digresiones sobre las tasas de interés y la cooperación entre partidos en el gobierno municipal).  

El Teleprompter, bien gestionado por los profesionales, va a un buen ritmo. Pero Clinton resulta tan natural al conectar con el público que le gana a la máquina con las florituras que añade. («Escuchen atentamente esto…”; “es realmente alucinante…”; “¿oísteis lo que decían? Yo sí lo oí”; “hay que tener cara dura para atacar a una persona que hizo lo que tú hiciste”). Cuando añade esas pequeñas apostillas – el “espera un momento” y los “escuchad” y el “de verdad, pensemos en esto” – se trata de más que de un tic: está desarrollando una estrategia astuta, promoviendo la ilusión de que el discurso está todo él improvisado.

Cada vez que el Teleprompter da a Clinton una lista, él automáticamente la embellece con intensidad rítmica, construyendo un paralelismo, demostrando que es el mejor escritor de discursos. El Teleprompter le dice que la política energética de Obama “reducirá tu factura de gasolina a la mitad, nos hará más independientes, cortará las emisiones de efecto invernadero, y sumará otros 500 mil puestos empleos.” Pero Clinton dice: “Logrará reducir tu factura de la gasolina ala mitad… Logrará hacernos más independientes… Logrará cortar las emisiones de efecto invernadero…”

El presidente Obama “heredó una economía profundamente dañada, evitó una caída mayor, empezó el largo y duro camino hacia la recuperación,” dice el Teleprompter. Pero Clinton nos dice: “El heredó una economía profundamente dañada. El evitó una caída mayor. El empezó el largo y duro camino a la recuperación:” Y así sucesivamente.

En ocasiones el Teleprompter va demasiado rápido para su gusto, y se corre el riesgo de que algún matiz no penetre por completo en todas y cada una de las cabezas de la audiencia. De manera que él reduce la velocidad de la acción y, en un momento crítico, aumenta la resonancia insertando una pregunta y su respuesta aparentemente extraña. “¿Por qué? Pues porque…” es su fórmula favorita para pasar de un punto a otro. El “lo que significa” del Teleprompter se convierte en un “¿Qué significa esto? Pensémoslo. Significa que…” En el Teleprompter se lee: “la cooperación funciona mejor; después de todo, nadie tiene la razón todo el tiempo.” Eso se transforma en lo siguiente: “Ahora bien: ¿por qué es esto así? ¿Por qué la cooperación funciona mejor que el conflicto constante? Porque nadie tiene la razón todo el tiempo.”

En un pasaje sobre la ley de Sanidad de Obama, el Teleprompter le dice a Clinton: “Los republicanos lo llaman ‘la reforma Obama (Obamacare)’ y dicen que es una invasión del cuidado sanitario por parte del Gobierno que ellos derogarán.” Clinton contrataca: “Los republicanos lo llaman, despectivamente, la reforma de Obama.’ Dicen que es una invasión del cuidado sanitario por parte del Gobierno, un desastre, y que bastará que les elijamos para que la deroguen.”

Ese “despectivamente”, que destaca el punto principal y lo clarifica para cualquiera que no entiende del asunto, es una buena idea. La inserción de ese “desastre” como punto de apoyo en la segunda frase es incluso mejor. Pero la ironía caustica de ese “bastará que les elijamos,” ese tipo de matiz, es el que se puede esperar de un maestro escritor de discursos que ha pasado días o semanas, no simplemente segundos, considerando la mejor forma de juntar las palabras.

O consideremos el párrafo del Teleprompter que dice que “todos estamos destinados a vivir nuestras vidas entre esos dos extremos.” En su lugar, Clinton dice: “Y cada uno de nosotros – cada uno de nosotros y cada uno de ellos – todos estamos obligados a pasar nuestras vidas pasajeras entre esos dos extremos.” De nuevo el ligero eco que inserta en “cada uno de nosotros,” (añadiendo la distinción entre “nosotros” y “ellos” que será relevante en la siguiente frase), o la poesía de “obligados a pasar nuestras vidas pasajeras,” esas no son las marcas de la espontaneidad, uno sospecha, sino algo que ha sido cuidadosamente planeado.

O consideremos esta pieza del Teleprompter: “Cuando los tiempos son duros, el conflicto puede funcionar bien en la política, pero en el mundo real, la cooperación funciona mejor.” Aquí está Clinton: “Cuando los tiempos son duros y la gente está frustrada y enfadada y herida y confundida, la política del conflicto permanente puede funcionar, pero lo que funciona bien en la política no necesariamente funciona bien en el mundo real. Lo que funciona bien en el mundo real es la cooperación. Lo que funciona bien en mundo real es la cooperación: en las empresas y el gobierno, en las fundaciones y las universidades.

Aquí ha añadido al por mayor, sobre la marcha, no solo una sino dos listas rítmicas, la primera de las cuales, con su cascada de adjetivos precisos (“frustrada y enfadada y herida y confundida”), es en sí misma una buena pieza de poesía.

Los ejemplos siguen. Casi al final, el Teleprompter trata de emitir un clásico elemento de la “sinceridad” clintoniana. “Lo creo con todo mi corazón,” dice. Pero no es suficiente para Clinton, que lo sustituye de la siguiente manera: “Amigos, nos jugamos toda la elección en que el pueblo americano crea lo que acabo de decir. Solo quiero que sepáis que yo lo creo. Con todo mi corazón, lo creo.”

Sabiendo lo que sabemos de Clinton, el hecho de que esa petición a la sinceridad tan clintoniana funcione tan bien es realmente mágico.